(en días extraños)

Noviembre 2004

Veo como la piedra invade al mundo y va robándole, poco a po­co, su blando lecho de tierra a la flor. Es una batalla en la que el hombre es la víctima del hombre y el prisionero de sí mismo.

En ese campo de batalla que es la vida, o más bien en ese cam­po de batalla en que convertimos a la vida, fui recogiendo, allá por los años que van del 84 al 87, un aluvión de versos que se iban reuniendo en unos poemas que seguían siendo desesperados y desespe­ranzados. Un aluvión de versos que se vestían con las ropas del pesimismo y el desencanto, provocados por las imágenes de una so­ciedad deshumanizada y cegada por los intereses. Una sociedad en la que yo me encontraba inmerso y sin posibilidad de escapatoria.

Detenido ante la esperpéntica procesión de esos grotescos y absurdos versos, que como jirones se desprendían de mi piel, con­templé su iniciática danza, y embriagado por el sublime veneno de la creación caí poseído entre los brazos de la poesía. En mi caída sentí sobre mis desnudas carnes un leve roce, frío y húmedo, y ate­rrado grité: Ya viene bajando la niebla por estos senderos des­nudos.

En la soledad de aquellas noches recorrí los caminos y busqué bajo el polvo las huellas perdidas de mis pasos; y me sentí como un extraño que mira las frías salas del pasado. Deshaciendo los nudos del tiempo jugué con ese espacio que une sus distintas etapas. Y en esa dimensión plana e indefinida que la poesía puede crear, conocí al anciano que estrecha entre sus manos un gran libro. Así pude ver pasar los días como jinetes y al hombre, hijo de la prisa, arrastrando sus sueños por las prisiones de la vida. También vis­lumbré el vacío confuso del silencio de las esferas, donde yacen ocultos los misterios de un mañana dormido en la eternidad del cosmos.

Quise llorar por el hombre que se perdía en la tormenta, ese hombre que se hundía, arrastrado por el hambre, en los abismos don­de la bestia del progreso su gris cuerpo baña en sangre. Quise llorar por ese hombre, quise llorar por mí.

Sentí el soplo de un viento que el frío de la muerte llevaba en manos de hombres feroces, y vi el rostro de piedra que esconde la bestia brutal de la guerra, bajo esa apariencia noble que de­fiende causa o tierra.

Por los ríos negros del progreso corrí, hijo de la prisa, huérfano de mi propia sombra, llevado por la voz de los tambores que traen la danza del metal. Mas no había nadie que llorara por la destrozada paloma, no encontré a nadie que llorara por las doradas mariposas.

La vida es un sendero sin nombre que nos arrastra por estos campos de batalla, por estos paisajes extraños en los que ya se perdieron los días del hombre y ahora llegan los días de los falsos dioses, ídolos de niebla que ni siquiera pueden tocarse. Ay, triste de ti blanca rosa, perdida ya en el silencio, abandonada por los hombres en las multitudes del miedo. Quién sabe en qué rincones puede estar la luz oculta, o por qué senderos viaja el hombre, aquel que un día enterró su llanto en los abismos de la noche. Quién sabe tras que falso rostro se oculta ese extraño. Pero yo le reconozco, yo reconozco a ese hombre extraño, él está dentro del orden, con sus puños siempre cerrados, siempre dispuesto a dar el golpe.

Cansado de mi vagamundear por ese mundo caótico, quise dete­nerme un momento, dejar de correr, ponerme ante el espejo y mirar el rostro de aquel desconocido. Mas la prisa me seguía arrastrando y aquellos hilos me seguían moviendo; continuaba dentro del orden. A lo largo de ese camino fui golpeado por un aluvión de ver­sos sombríos, y percibí la presencia de un ser extraño, que perdido en los abismos de ese hombre tendía su tímida mano a otra mano que no conocía, que buscaba la mano de ese otro que era su doble (que era mi doble).

Porque toda la vida es una búsqueda de sí mismo, yo tendía mis vacías manos, te buscaba (me buscaba) por las oscuras cavernas, y entre las tinieblas que te envolvían (me envolvían) te gritaba (me gritaba); desnúdate y abre todas las puertas para que mis ojos puedan verte. Intento dibujarte en el lienzo desnudo de la noche, allí donde habitan los sueños, te busco (me busco) a través de los espejos y pregunto a las sombras (mis sombras). Busco en el silen­cio el leve rumor de tu existencia, pero tú te niegas, sigues ausente, oculto entre las brumas (mis brumas).

Entonces sigo el sendero cada vez más tortuoso y me encuentro cada vez más lejos, y tú más silencioso. Perdido en estos días grises de la prisa, me sumerjo en la marabunta de la vida y de ti me olvido, compañero. De ti me olvido (de mí me olvido).

Pero aunque te hayas alejado (me haya alejado), yo te seguiré buscando (me seguiré buscando) por los senderos ocultos que han de conducirme a mí mismo. Mas sé que al final del camino sólo veré, en el espejo, al rostro de un extraño, perdido en días extraños.

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