HIJOS DE LA TORMENTA
Diciembre 2004
Sostén mi grito en tus labios por un momento y después haciéndolo tuyo, lánzalo al viento. Porque mi palabra es tuya, mi grito también es tuyo. Que tus oídos no sean la tumba en la que muera mi canto.
La tormenta interminable de los días golpeaba mi piel con furia. Desde las sombras, entre las que se hundía mi vida, alzaba mis manos llenas de versos y vacías de manos buscando la luz, buscando la vida. En esos años comencé a tomar conciencia de lo banal de mi existencia y desesperado, queriendo nacer, grité; he nacido. Salgo a la luz y siento el dulce gozo de vivir. La suave brisa besa mi rostro. Estoy vivo.
Pero aunque mis ganas de nacer eran tan fuertes y mi deseo tan irresistible, no conseguía hacerlo. El caparazón, que años atrás el miedo construyó entorno a mí, era muy difícil de romper. Mientras al hombre le faltaban las fuerzas, el poeta, es decir el aprendiz de poeta, a golpe de versos, conseguía abrir pequeños agujeros por los que se filtraba la luz del mundo.
Del balcón de los anhelos dejaba escapar las palomas doradas de mis deseos y desde mi retiro yo las veía al azul alzarse, ansiosas, con su misterioso vuelo en pos de una luz remota.
Aquellos eran los días del hombre que comenzaba a situarse, tímidamente y con miedo, en el mundo. El hombre, el aprendiz de poeta, que hacía una declaración de principios al gritar: Aquí está mi palabra, todo lo que soy y tengo, es mi escudo y mi espada, la fuerza que vence al tiempo. Aquí mi voz dilatada, semilla arrojada al viento. Donde yo caigo ella se alza, crece o flota como un eco. Donde quede mi palabra siempre quedará mi gesto.
Y mi gesto quedará en cada verso, en cada poema o en cada huella que sobre la memoria de los tiempos mi presencia vaya dejando. Soy el caminante y voy soñando días sin sombra, noches sin rayo. Sólo soy el hombre que va gritando. Sostén mi grito en tus labios, hazlo tuyo y después golpea el viento con él.
Y aunque los sueños siempre son alas furtivas, mis ojos se me escapan y corren tras ellos a través de las brumas que me acosan. Estoy sentado en la noche, solo, moldeando sombras. Mas cuando todo se rompe, cuando la luz me abandona, estas manos mías, tan torpes, siguen moldeando sombras.
Estas manos, mis manos, aquellas manos que hurgaban en mi interior, que recorrían mis sueños y mi realidad buscando versos; estrujando todas aquellas sombras y de ellas extrajeron ese líquido extraño al que algunos llaman poesía y que para mí era el sustento de mi existencia.
Acosado por la duda me detenía y pensaba ¿por qué huía de mi sombra? ¿Dónde me llevaban mis pasos? ¿Tal vez me había perdido en el tiempo? No sabía cuál era mi nombre y en la casa en que vivía sólo mi luz se escondía. Sí, perdí el tiempo vagando y la vida olvidando. Estaba perdido y por mucho que golpeaba los muros del tiempo, por mucho que alzaba mi voz en la noche, nadie oía mi grito al otro lado.
Mas aunque el amor, que un día pasara rosando mi piel, aún le daba calor a mis largas noches de insomnio, por entre mis huesos vagaba el olvido como un ave sin destino y su rostro se iba desvaneciendo tras los fríos muros de una lluvia que todo lo envolvía. Pero algo sí era cierto, al igual que entre los días y las noches no hay caminos, entre ella y yo tan sólo había una luz sin nombre que nos unía en el tiempo y la distancia.
Perdido entre mis delirios, quise recorrer la historia. Comencé desde aquel lugar de mi imaginación donde el alba se desnudaba en plateado fulgor, con su beso eterno a la tibia mañana. Vi pasar el tiempo con su cadencia eterna de días y noches, de hombres. Contemplé como nació la gran estirpe del vértigo, de la furia, como nacieron los oscuros hijos de la tormenta. Vi como llegaba la era de los signos, de los tambores y la luz amable, como llegaba la era de los grandes silencios; y vi cómo iban creciendo los muros a peso de hombres y hombres, mientras la ciudad se alimentaba de mariposas. Llegaba la niebla, densa, atrapando al hombre dentro del huracán y el hombre temblaba, gemía y sentía un frío profundo en sus desnudas carnes. Pasaban cuatro caballos por las sendas del mundo. Mas de todo aquello sólo mis ojos sentían pánico, no mis manos, ni mi ocupada mente, sólo mis ojos. Pues mis manos y mi mente sólo resistían, sólo vivían, pues yo también nací hijo de la tormenta.
A través de todos aquellos versos y a pesar de la luz que arrojaron a mi conciencia, no conseguía nacer. Sólo lograba confeccionar un itinerario por mi interior, un viaje por la geografía de mi yo. Un viaje de la mano de Dámaso Alonso y de Jim Morrison dejando que mis Hijos de la Ira cabalgaran como Jinetes bajo la Tormenta a través de los páramos insomnes de mis noches y a través de los insondables eriales de mis días, para convertirse en mis HIJOS DE LA TORMENTA.