Septiembre 2004

Pongo al mundo por espejo y a la vida como sus imágenes, pero al mirarlas no comprendo lo que mis ojos ven y se me quiebran los sueños.

Aquellos eran días verdaderamente sombríos. La vida era un cruce de caminos y mis pasos no sabían que rumbo tomar. Estaba per­dido, ni hombre ni niño, en un mundo absurdo que furioso se agita­ba al danzar un baile macabro, ajeno a mí pero que me atrapaba en su juego. Un baile marcado por la codicia de los hombres y por su maldad.

En ese confuso espejo de la vida mis ciegos ojos, ciegos por inexperiencia, algo querían ver. Mas sólo lograban encontrar en el sucio vidrio de la realidad, el aspecto deforme de las extrañas escenas de un mundo brutal. En mis largas noches de insomnio, atra­vesando el lúgubre laberinto de mis pesadillas, contemplé, sobreco­gido por el espanto, a un rostro sin nombre que por un camino gris y perverso, pisando rosas de mil primaveras y deslumbrado por bri­sas de avaricia, seguía rumbo a su pedestal, sendero que cien cor­deros limpiaban para que ambiciones pudiera saciar. Nombres de hom­bres escaleras formaban y al siguiente nivel elevaban al cerdo.

En aquellas noches, devorada mi inocencia, perdí la fe y gri­tando renegué de ese Dios que, según algunos, tanto nos quiere; di­cen que hay un Dios allá arriba que el bien y el mal está juzgando y a veces pienso que es mentira o que tal vez lo estén sobornando. Dicen que al final, final de todo, a todos nos va a exigir el pago, que su mano de un golpe borrará el mal, que no habrán más guerras ni miserias y que ya no existirá la pobreza. Dicen… Dicen…

Ayer renegué de ese Dios y hoy me reafirmo al volver a gritar; dicen que hay un Dios allá arriba y yo pienso que es mentira o que lo están sobornando. ¡Pobre hombre!, iluso soñador, ¿por qué ves lo que te esconden y nunca lo de tu alrededor?

En esos días de angustia me sentí tan pequeño como un grano de arena en el desierto, como una gota de agua en el mar inmenso o la hoja de un árbol en el bosque. Y comprendí que sólo somos un eslabón en esa larga cadena llamada tiempo que al universo va enve­jeciendo. Entre pequeñeces me sentí pequeño y mirando al cielo me dije; ¡qué feliz sería si te tuviera! felicidad que el hombre per­sigue pero que jamás encuentra.

Aquellos eran días verdaderamente sombríos, y aunque el amor pasó rozando mi piel mi corazón lo negó tres veces.

Perdido entre las brumas del mundo (de mi mundo), acosado por mis miedos, construí en torno a mi vida un caparazón y comencé a navegar por mares de alcohol y sueños, abandoné la realidad, me ba­jé del mundo. Entonces mis manos se aferraron a la poesía como tabla salvavidas, y esa tabla consiguió mantenerme a flote, salvarme del abismo al borde del cual paseaba mi vida.

Las páginas de aquel poemario eran las imágenes de ese mundo, un mundo con el que iba teniendo contacto, de un mundo sobre el que comenzaba a tener conciencia. Aquellos eran poemas desesperados y desesperanzados por la decepción que a veces nos puede producir la percepción de la realidad.

Aquellas fueron las imágenes de un espejo confuso y absurdo. Las imágenes que vieron los ojos de un niño que entre hombres poco a poco se iba perdiendo. Las imágenes de un espejo en el que yo me buscaba y no sabía encontrarme. Aunque en ocasiones, entre las brumas de ese espejo, pude distinguir la imagen de un hombre sin rostro, de un hombre que tuve la certeza de que era yo.

Pero al final siempre queda la poesía; y la poesía quedó. Ahí entre los pliegues del tiempo y agitados por las alas del vien­to habitan mis verso. Y velado entre esos versos quedará, como una estela, el rasgo humilde de mi ser, cuando la brisa se lleve todo cuanto ayer grité.

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