Febrero 2005

En la obscuridad de estos días, tal vez puedan distinguirse, a lo lejos, como pequeñas luciérnagas; mis trabajos de poeta. O más bien, los ejercicios con los que el Aprendiz de Poeta intenta llegar algún día a ser poeta y mientras tanto juega a serlo o lo representa mediante falsas apariencias.

Ese ciclo de aprendizaje que se abrió con las IMÁGENES DE UN ESPEJO y que se cerró con LOS ESPEJOS ROTOS, fue dejando esparcidas sobre el mundo las ilusiones de un hombre que quiso buscarse en los espejos de ese mundo, pero que al final de cada una de sus noches, tan sólo encontró vidrios rotos donde hubo sueños.

Tras esos años de búsqueda quedaron algunos poemas, mal heridos o moribundos, perdidos por las hojas de casi una decena de libretas. Poemas a los que rescaté, sané lo mejor posible y coloqué en mi li­bro bajo el epígrafe de PRIMERA ÉPOCA.

A lo largo de esos 14 ó 15 años mis ojos devoraron mucha vida, mucha luz y demasiadas sombras; además de ser golpeados por las imá­genes de un mundo ferozmente despiadado.

Perdido en el torbellino frenético de la vida, en el gris espe­jo vi al hombre como una desnuda herida. Errante a través del tiempo fui por las rutas del mundo, luchando contra mis fantasmas y contra el vórtice de las horas que me consumían entre sus fuegos.

Por la calle gris caminé las ciudades que gritan, esas ciudades que no duermen y en las que el hombre abre sus ojos angustiado como un perro moribundo que entre despojos busca su pasado. Contemplé co­mo se derrumbaban los templos de los dioses del hombre y vi la vida como un gélido y enorme río de sangre que crecía y desbordaba a la noche, mientras en la otra orilla el salvador del hombre, como un espejo absurdo, fingía nuevos fulgores.

Recogí todos los despojos de aquella época porque en ellos iba una pequeña gran parte de mí y porque comprendí que sólo el polvo del camino o el viento, que sólo un relieve de la voz, de los suspi­ros; que sólo eso tal vez me quede.

Hice una pausa, un INTERMEDIO, para buscar en las huellas del viajero la flor de los sueños y aunque no la encontré, el viento dejó en mis ojos un rastro de fuegos olvidados y comprendí que nunca será pecado la derrota, pues aunque el fruto de los sueños sea tan breve a veces grita el recluso -¿ángel?- que habita en la mente y entonces la vida nos duele en los ojos.

Antes de romper todos los espejos en los que siempre anduve buscándome y antes de dejar de hacerlo quise comenzar un nuevo ciclo, y para que de alguna forma estuviese ligado con el anterior compuse una serie de poemas nuevos a los que coloqué bajo el lema; SEGUNDA ÉPOCA. En esa segunda época me puse frente al último espejo y, des­nudándome, contemplé al hombre, frágil sueño del universo. Vi como mi alma vagaba entre los sueños como un buque de sombras en deriva, sin aliento, buscando su universal nacimiento. Mis ojos vieron, entre los velos del mundo, un ave

de luz sin nombre, una musa que entre sus manos llevaba un lucero dormido; ¡poesía!

Perdido en la duda me pregunté, sin esperar respuesta alguna, ¿nos sueña el universo en su eterna mirada o sólo nos contempla desde el balcón solemne en donde oscila el tiempo? ¿Es un frágil sueño que cede al acoso del tiempo, ese hombre que pasa desnudo entre las sombras? ¿O es una herida en el universo? Ese hombre es un re­flejo fugaz en el cósmico fluido, un rumor de huellas furtivas.

Pero mis ojos, a pesar de todo, dejaron de buscar mi rostro en los espejos y empezaron a contemplar el mundo desde otro ángulo. Fueron dejando las sombras y se adentraron en la luz del mundo, en la luz de la vida. Observaron los sueños, la poesía, cantaron al ni­ño que es como un río de alegre transparencia que va lamiendo las riberas del mundo con sus ojos, a ese niño que es el libro de una historia, abierto entre las manos del universo. Se llenaron de esperanzas mis ojos, y vieron la vida como una senda que traspasa los años, como una gran luz. Y sintiéndome una criatura nueva, distin­ta, me pregunté desnudo ante el espejo ¿es un regreso este niño? No sé si era verdaderamente un regreso, un retorno a la vida o si era un nacimiento, no lo sé. Lo que sí era cierto es que comenzaba a sentirme distinto, me sentía un hombre nuevo y, dentro de lo que cabe, libre.

Tal vez la palabra hubiera conseguido liberarme de mi viejo caparazón. Tal vez la poesía, mis versos, le dieron la luz que mi alma necesitaba para sentirse viva. Tal vez, tal vez…

Yo sé, creo saber, que a pesar de que la palabra sea una luz tan sólo, que tiembla y se quiebra en el viento, que aunque sea frágil agua de noche que el alba desvanece, jamás se pierde, que perdura en nosotros y echa raíces en nuestra alma y da sus frutos. Pues la palabra no cesa, va más allá del eco con su poder de azote o de beso solemne. La palabra es un rumor que vaga por las sendas del tiempo. Todo esto me hacía perder buena parte de la vanidad en la que me había instalado a lo largo de mis días. Había comprendido que el poeta, el hombre, no es más que un mero instrumento del que la palabra se sirve para existir. La palabra está ahí, detenida, repo­sando en los remotos paisajes del tiempo como un pájaro, como un ave de luz a la que se adora y se le rinde culto con nuestra voz. Esa palabra, ésta palabra, que llega y nos impregna con su savia, con su misterio y con toda la sabiduría que arrastra a través de los siglos.

Nosotros solamente somos unos simples siervos de esa palabra y el viento es el mensajero que nos trae sus secretos. Y ese viento es quien me decía al oído que yo no era nadie. Por lo que, dándome un baño de humildad en el mar de mi ignorancia, grité; yo no soy nadie, no intentéis haced nada más de mí, no busquéis mi cuerpo junto a ninguna sombra, no preguntéis por mi nombre, pues yo no soy nadie.

Ese grito rompió todos los espejos en los que tantos años anduve buscándome. Por lo que, sin haber llegado a comprender apenas nada, me dije tímidamente y casi sin voz; jamás busques tu imagen en los espejos, búscala en los labios del hombre.

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